
Mamá
- Mamá ¿Puedes hacerme un préstamo?
- ¿Para qué Albertito?
- Bueno, vieja tú sabes que a mí no me gustan las tarjetas de crédito y, mucho menos, los préstamos bancarios. Prefiero deberte a ti, que me cobrarías sin intereses.
- Pero Albertito tú trabajas y tienes ahorros.
- Sí, tienes razón, pero ese dinero no lo puedo tocar. Tú sabes, vieja.
- Lo sé, Albertito. Pero aún no me has dicho para qué quieres el dinero.
- Para comprar un auto nuevo, vieja. Es que, por la venta de mi antiguo auto me dieron un sencillo.
- ¿Y por qué no le pides a tu papá?
- Ya lo hice, y me mandó que te pidiera a ti. Dijo que a ti te gusta hacer “obra benéfica” y ayudar a los desvalidos con el dinero de tu herencia.
- ¡Ay, hijo! Tu padre va a terminar en el infierno por hablar así. Sólo porque doné un poquitín de dinero a la santa Iglesia me dijo que despilfarraba el dinero en esos comechados de sotana y que mejor hubiésemos dado un viajecito a Buenos Aires por unos días.
- … y tiene razón vieja.
- ¡Ay, Albertito tú también! Te vas a condenar hijito no blasfemes así. Ahorita mismo te me vas a confesar, no quiero un hijo pecador en mi casa.
- Pero viejita, tú sabes muy bien que desde los quince años dejé de ser católico…
- ¡Albertito cállate! No sigas con esas ideas locas de adolescente. ¡Ay Dios mio! En qué momento el demonio de tu padre te dejaba leer esos libros sacrílegos. ¡Ay! Tú eras un lampiñito y ese hereje cómo te dejaba leer los libros de ese pagano de “Niche”
- ¡Nietzsche! Mamá.
- Ese mismo, que ahora debe estar en el infierno quemándose eternamente. Por eso hijito yo rezo todos los días por ustedes para que se arrepientan de sus ideas pecadoras y le pidan perdón a Dios por sus pecados. Mira a tus hermanas y a tu hermano hijo, todos están bien encaminados por la senda del señor. Pero tú hijito, ¡ay, Albertito! Tú me saliste un poco chueco, mi amor. Igual a tu abuelo que no creía en nada. ¡Dios lo proteja esté donde esté!
-Bueno vieja ¿me vas a prestar el dinero sí o no?
- No, hijito. Ese dinero no puede ser utilizado en vanidades terrenales y menos en un automóvil que es un instrumento tan peligroso en manos de un ateo como tú, hijito.
- Yo no soy ateo, vieja. Soy agnóstico.
- Es lo mismo Albertito. Es lo mismo.
- ¿Para qué Albertito?
- Bueno, vieja tú sabes que a mí no me gustan las tarjetas de crédito y, mucho menos, los préstamos bancarios. Prefiero deberte a ti, que me cobrarías sin intereses.
- Pero Albertito tú trabajas y tienes ahorros.
- Sí, tienes razón, pero ese dinero no lo puedo tocar. Tú sabes, vieja.
- Lo sé, Albertito. Pero aún no me has dicho para qué quieres el dinero.
- Para comprar un auto nuevo, vieja. Es que, por la venta de mi antiguo auto me dieron un sencillo.
- ¿Y por qué no le pides a tu papá?
- Ya lo hice, y me mandó que te pidiera a ti. Dijo que a ti te gusta hacer “obra benéfica” y ayudar a los desvalidos con el dinero de tu herencia.
- ¡Ay, hijo! Tu padre va a terminar en el infierno por hablar así. Sólo porque doné un poquitín de dinero a la santa Iglesia me dijo que despilfarraba el dinero en esos comechados de sotana y que mejor hubiésemos dado un viajecito a Buenos Aires por unos días.
- … y tiene razón vieja.
- ¡Ay, Albertito tú también! Te vas a condenar hijito no blasfemes así. Ahorita mismo te me vas a confesar, no quiero un hijo pecador en mi casa.
- Pero viejita, tú sabes muy bien que desde los quince años dejé de ser católico…
- ¡Albertito cállate! No sigas con esas ideas locas de adolescente. ¡Ay Dios mio! En qué momento el demonio de tu padre te dejaba leer esos libros sacrílegos. ¡Ay! Tú eras un lampiñito y ese hereje cómo te dejaba leer los libros de ese pagano de “Niche”
- ¡Nietzsche! Mamá.
- Ese mismo, que ahora debe estar en el infierno quemándose eternamente. Por eso hijito yo rezo todos los días por ustedes para que se arrepientan de sus ideas pecadoras y le pidan perdón a Dios por sus pecados. Mira a tus hermanas y a tu hermano hijo, todos están bien encaminados por la senda del señor. Pero tú hijito, ¡ay, Albertito! Tú me saliste un poco chueco, mi amor. Igual a tu abuelo que no creía en nada. ¡Dios lo proteja esté donde esté!
-Bueno vieja ¿me vas a prestar el dinero sí o no?
- No, hijito. Ese dinero no puede ser utilizado en vanidades terrenales y menos en un automóvil que es un instrumento tan peligroso en manos de un ateo como tú, hijito.
- Yo no soy ateo, vieja. Soy agnóstico.
- Es lo mismo Albertito. Es lo mismo.
Papá
- Viejo ya que tú me prestabas los libros del abuelo, creo que serás tú quien me haga el préstamo.
- Tu madre ya le hecho la culpa al abuelo por ser como eres.
- así es.
- No te he dicho que no hables de religión con tu madre cuando quieres algo.
- Si yo no hable nada, fue ella.
- Sí pues, así es tú mamá. En toda conversación siempre mete al “señor”.
- … y bueno, pues… ¿Cómo es?...
- No jodas hijo, tú ya estás viejo para propinas.
- No te pido propinas papá. Te estoy pidiendo un préstamo.
- Igual es Alberto. Les hago el préstamo, me pagan las cinco primeras cuotas y después se hacen a los cojudos con las últimas cinco.
- Pero viejo, yo nunca te he pedido prestado.
- Lo sé, pero me guío por tus hermanos, que según tu madre, son unos santos y me han “cabeceado” con mi dinero. Imagínate tú, que no tienes “el peso de la culpa religiosa” encima ¡carajo! Me pagas dos cuotas y te haces al loco.
- No seas prejuicioso viejo
- No es prejuicio hijo, sino que, ya no quiero que mis hijos me agarren de cojudo y…
- Yo nunca lo haría, viejo.
- Claro Alberto, porque llegaste tarde y ya me dí cuenta. Además, ya no hago negocios con la familia. Vamos hijo, aún puedes convencer a tu madre para que te haga el préstamo.
- No lo hará viejo. Ya me dijo que triquiñuelas de hijo no me servirán hasta que me confiese, pruebe la ostia y me dé golpes de pecho este domingo en la iglesia.
- Jajaja. Tu vieja, quién la cambia… Así que te quiere convertir en religioso.
- Sí pues.
- Qué pendejada. ¿Y vas a aceptar?
- No lo creo viejo. Tal vez actúe un mes pero la vieja no es tonta y se dará cuenta que no es sincera la conversión y devolverá el auto.
- Entonces seguirás en colectivos y taxis.
- Creo que sí.
- Yo no subo a un microbus desde hace cuarenta años, desde el día que una gorda me pisó el pie y me dejó cojeando una semana. Ahí escarmenté.
- Gajes de los pobres viejo.