Sus “mondongos” eran perfectos, y al decir esto quiero decir que eran flácidos y desbordantes. No era una ballena, era la típica vieja con diez o doce kilos de más; y que, ya, a sus cincuenta y tantos le interesa un rábano si está gorda o le falta culo. La descripción corresponde a la señora Lupita, vecina de mi mamá y divorciada feliz. Lupita era una de las invitadas de mi madre a su almuerzo “patrio” del día lunes. Lupita es extrovertida, conversadora, inteligente, chabacana y, sobretodo, sibarita; gusta del buen trago y la comida en su punto. Ese lunes, se le notaba satisfecha. Aunque de vez en cuando se incomodaba con la atenta e inescrupulosa atención con que la miraba. Pero ella no es de quedarse quieta, pues, se acercó, al sillón donde me encontraba tirado, con su copa en la mano y me soltó el:”hijo, no sé qué estarás escribiendo o dibujando en ese cuaderno, pero espero que sea algo bueno. Pero de todas formas, no me mires mucho que te puedes enamorar mío”, me pellizcó un cachete y se fue sonriente
Detesto los feriados largos. No tenía nada que hacer. ¿O no quería?. Tampoco podía sacar a pasear a Marcelo, pues, su madre lo llevó de viaje junto a su abuela, Tati; un paseo que le cuesta a mi estúpido bolsillo. Así que, ¿o era emborracharme junto a los amigos o quedarme en casa a disfrutar del ambiente “de retiro” que ha creado mamá? Al escoger lo último, trataba de sacarle provecho. Y lo único que se me ocurrió fue ubicar a la vieja más gorda del grupo –en este caso Lupita- y hacerle un exhaustivo seguimiento: Lupita llevándose un trozo de chorizo, recién sacado de la parrilla a la boca; Lupita bebiendo gaseosa, cerveza y “mi pisquito” como ella le dice al pisco; Lupita mordiendo un trozo de pan asado; Lupita corriendo al baño; Lupita saliendo del baño; Lupita coqueteando a mi viejo; Lupita bailando sola y coqueta; Lupita carcajeándose; Lupita viendo extrañada al estúpido hijo de su vecina que la observa desde ese sillón y que no sabe qué escribe o dibuja en ese cuaderno; Lupita cansada se sienta en una silla; Lupita bebe otro pisquito; Lupita comiendo de postre arroz con leche; Lupita aceptando repetición de arroz con leche. Lupita me hizo recordar cuando tuve seis años y comí varias porciones de arroz con leche, comí hasta empacharme, comí tanto que vomité; y que como consecuencia de eso le agarré asco al arroz con leche y pasaron casi doce años para que yo volviera a probar, otra vez, el postre.
No sé en qué momento me quedé dormido en el sillón; eso sí, ayudaron los cinco o seis “pisquitos” que me alcanzó mi madre. Mientras dormía sentí que me faltaba algo, que me complementaba. Eso me despertó. A mi lado se encontraba Lupita, y por supuesto, tenía mi cuaderno entre sus manos; en lugar de devolvérmelo me preguntó: “¿Cómo se llama tu esposa, hijo?”. Estaba somnoliento, aún, y sólo atiné a responder de manera mecánica “Diana”. En ningún momento me soltó la mirada y tampoco el cuaderno, que no se lo arranché por respeto y porque noté que ya había ojeado lo suficiente para satisfacer su curiosidad. “Ay, hijito –me dijo-. Ya veo por qué estás separándote de tu esposa”; se paró y me dejó el cuaderno en el brazo del sillón. El cuaderno era nuevo y no hubiese creado suspicacias en Lupita, si estuviera lleno con las acostumbradas citas que recojo de algunos libros para no olvidarme. Pero no, era nuevo y sólo tenía escrito un nombre: Gabriela.
Hace 7 años